dffb3a8b16ba563ef985306ca32c8ea9 La resistencia como construcción del terapeuta
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LA RESISTENCIA EN PSICOTERAPIA: EL PAPEL DE LA REACTANCIA, LA CONSTRUCCIÓN DEL Sí MISMO Y EL TIPO DE DEMANDA
Guillem Feixas Viaplana
Vicente Sánchez Rodriguez
Esteban Laso
Gregorio Gómez-Jarabo


Las terapias constructivistas (Feixas y Villegas, 2000; Neimeyer y Mahoney, 1995) han destacado el papel del terapeuta en el etiquetado de una conducta como resistencia. Leitner (1985) afirma que términos como resistencia y defensa pueden ofrecer al terapeuta una rápida justificación cuando no comprende el mundo interior del paciente. Si el cliente no reacciona como se espera, no es que el terapeuta se haya equivocado, es que el paciente se está ‘resistiendo’. Si el cliente no siente del modo que debería sentir en una situación, el terapeuta no se ha equivocado en la construcción de la situación; el cliente se está ‘defendiendo’ de sus sentimientos. Rosen (1991), terapeuta neopiagetiano, asegura que en un gran número de veces lo que se construye como resistencia al tratamiento terapéutico puede ser mejor entendido como un desajuste entre la intervención terapéutica y el estadio estructural de desarrollo del paciente. Kegan (1994) hace una crítica de la resistencia en terapia cuando se la considera como oposición del cliente al tratamiento. Asegura que ciertas demandas de autoconocimiento no están al nivel de todos los pacientes, de modo que cuando un paciente no ofrece cierto tipo de material, no significa necesariamente que sea resistente. Para los conductistas Lazarus y Fay (1982), el concepto de resistencia es, posiblemente, la más elaborada racionalización que emplean los terapeutas para explicar sus fracasos terapéuticos. Según estos autores, es necesario separar la resistencia como explicación de los resultados negativos, de la resistencia como fenómeno clínico en sí. Etiquetando toda conducta de no-adhesión como resistencia se evita la tarea esencial de esclarecer los antecedentes específicos y los factores que mantienen las conductas de no cooperación en contextos específicos. 


La terapia sistémica también reconoce que en ocasiones se etiqueta como resistentes a ciertas familias para explicar los pobres resultados terapéuticos o su peor pronóstico (McCown y Johnson, 1993). Si atendemos a la vivencia del cliente en este proceso veremos que es radicalmente diferente a lo que construye el terapeuta. Como afirma Kirkmayer (1990) la metáfora de la resistencia encubre el conflicto entre la experiencia del cliente de que no puede cambiar, y la presunción del terapeuta de que en realidad no quiere cambiar. El terapeuta que etiqueta la conducta de un cliente como «resistente», atribuye intencionalidad al cliente, mientras que la experiencia del cliente suele ser de impotencia y de falta de control, El contraste entre la experiencia del cliente de «no poder» cambiar y el juicio del terapeuta de que «no quiere» cambiar conlleva, además, la consecuencia moral de que el cliente es responsable de su propia miseria. La resistencia se imputa a menudo únicamente en base a la incapacidad del cliente para mejorar (Lazarus y Fay, 1982). Lo cual hace que la persistencia del síntoma y la resistencia psicoterapéutica sean idénticas por definición. Sin embargo, existen otras muchas razones por las cuales el síntoma persiste, y pocas veces tienen que ver con la oposición de los clientes a la psicoterapia. El término «resistencia» implica que la ausencia de cambio surge de la oposición activa del paciente a la influencia terapéutica. Pero los clientes raramente se experimentan a sí mismos como oponiéndose a las intervenciones de los terapeutas. Es precisamente la falta de control lo que lleva a la gente a verse como problemáticos y a buscar ayuda (Kirkmayer, 1990). 


Cuando el terapeuta etiqueta al paciente como «resistente» se asume que lo que él considera que ha de cambiar en el paciente es lo correcto, y que el cliente que no acepta esta construcción y responde pasivamente a las indicaciones del terapeuta porque es testarudo o perverso (Botella y Feixas, 1998; Feixas y Villegas, 2000; Winter, 1992). Este planteamiento pertenece a una corriente epistemológica que sitúa al terapeuta en una posición de poder que le permite determinar lo que es correcto o adaptado y lo que no. Sin embargo, el terapeuta constructivista entiende que su tarea es de co-creador de significado con el cliente, no de poseedor privilegiado de «la Verdad». Como explica Leitner (1985), la tarea del terapeuta no es simplemente atacar los constructos ‘irracionales’ de la persona o modificar su conducta para así poder indirectamente cambiar su sistema de construcción. Más bien, el terapeuta debería ser sensible y acercarse cuidadosamente a la comprensión de la integridad, unicidad y temores del núcleo interno de cada cliente. De este modo, el terapeuta, además de curar un síntoma, puede tener la oportunidad de aproximarse a otra vida humana. 

Las teorías constructivistas no consideran a la «resistencia» como un fenómeno especial, como una categoría predictora de conductas del cliente: la resistencia no existe más que como constructo del terapeuta (Feixas y Villegas, 2000). Pero, por otro lado, no ignoran los fenómenos que la psicoterapia tradicional ha etiquetado como «resistencia» puesto que destacan la necesidad de autoprotección de los seres vivos, que en el caso del ser humano significa preservar su identidad. Mahoney (1991) utiliza como metáfora la disposición anatómica de los mamíferos que han desarrollado estructuras para proteger el corazón, sistema nervioso central y pulmones. En seres más complejos con capacidades simbólicas esta función protectora requiere la continuidad del ordenamiento de su experiencia, la perpetuación de valores (sobre todo en la experiencia emocional) y el mantenimiento de algún sentido de control. Desde este punto de vista, la «resistencia» al cambio no es fenómeno especial ni una expresión de patología, sino el reflejo de procesos auto organizativos básicos al servicio de las necesidades fenomenológicas del individuo (p. ej., sentirse seguro y viable) como procesos coherentes con su sentido de identidad (Botella y Feixas, 1998; Feixas y Villegas, 2000). Cuando tenemos en cuenta esta necesidad de autopreservación, podemos entender que el cambio significativo, incluso si es deseable, no sea fácil ni simple. Leitner y Standiford (1993) han considerado el fenómeno de la «resistencia» como la necesidad de proteger los constructos nucleares de la persona. Kelly (1955) propone que nosotros actuemos con nuestro núcleo como si nuestra vida dependiera de ello; las personas pueden elegir la muerte antes que abandonar las estructuras nucleares. Esto explica su ambivalencia con respecto al cambio, que otras perspectivas tiñen de negativo y que se manifiesta en actitudes y conductas etiquetadas como «resistencia». Desde una perspectiva constructivista, no se considera la «resistencia» como un enemigo, sino como un aliado con el que hay que colaborar, aceptando los sentimientos ambivalentes como oscilaciones naturales. Cuando la «resistencia» se manifiesta en terapia, el terapeuta puede aliarse con ella, y reconocer que en esos momentos el cliente está viviendo experiencias que resultan amenazantes para su sentido de identidad, y que tales actitudes «resistentes» responden a la activación de sus recursos autoprotectores.


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